Las Cruzadas de San Luis

P
ocos príncipes encabezaron más de una expedición militar a Oriente. Sólo uno tuvo el mando supremo en dos cruzadas: San Luis de Francia. Federico I Barbarroja, tanto en su juventud como en su ocaso, participó en dos cruzadas; la primera como duque de Suabia y la segunda como líder. Un caso aparte son los príncipes flamencos Thierry de Flandes y su hijo Felipe que lideraron, a una escala menor, varias expediciones; seis participaciones entre los dos, puede decirse que eran una familia dedicada a las cruzadas.

Es muy curioso, incluso irónico, cómo se hizo cruzado el rey francés. Su abuelo, Felipe II, mientras su rival estaba en las cruzadas, aprovechó para hacer de las suyas como buen político inescrupuloso, él creía en el poder y nada más, ni siquiera tenía el menor aprecio por sus hermanas. Su padre, Luis el León (VIII), participó de la cruzada contra los herejes del Languedoc para anexionar, de una vez por todas, aquellos territorios a la corona. El único cruzado sincero de aquella familia, anterior a Luis el Santo, fue Luis VII.

En aquellos tiempos participaban dos clases de barones en las cruzadas: por un lado, los que lo hacían por el honor de la familia, como es el caso de Ricardo Plantagenet, sobrino del legendario “Corazón de León”; por otro lado, estaban los barones rebeldes y buscapleitos que, para “neutralizarlos” o hacer “control de daños”, se los mandaba a las cruzadas, como es el caso de Teobaldo de Champaña y Pedro Mauclerc de Bretaña.

San Luis se hizo cruzado porque estaba gravemente enfermo y, en un momento de lucidez, prometió tomar la cruz. Cuando se curó y les comunicó su decisión a los suyos, se escandalizaron. Ya bastante bueno era Luis IX, se le permitía que fuese modesto en sus gastos pero ir a la cruzada, ¡hacer un gasto inmenso a favor de otros! Ese acto de monstruosa generosidad no podía menos que espantar a los más capetos. Blanca de Castilla prefería que mandase dinero para mercenarios y listo, un compromiso sencillo. ¡Sin complicarse!

La antecámara de la cruzada del rey franco fueron las querellas, renovadas y con más vigor, entre los herederos de Saladino; ellos, tanto en Damasco como en Egipto, se odiaban “como sólo los familiares pueden odiarse”, puntualiza Strayer; el punto final fue la batalla de La Forbie (La Fevé), el 17 de octubre de 1244, cuando la alianza entre Damasco-Francos (Templarios, Hospitalarios, Teutones y nobleza franca) fue derrotada por la coalición entre los turcos kwarezmenos-Egipto.

Ningún momento era más oportuno para cruzarse: aunque todavía no se habían enterado, Jerusalén acababa de caer en manos de los infieles, dato que impacta hasta un “no-creyente” por el “timming”.

Strayer, a pesar de no ser de los biógrafos más conocidos de Luis IX, resume muy bien su gobierno: desde 1245-1270 (su muerte) la política externa estará basada en mantener en paz a la cristiandad para poder enfocarse en la lucha contra el infiel. Añade también que: “su unidad de propósito y su libertad ante los estímulos y motivos egoístas (recordemos las movidas de los capetos) le ganó la devoción de muchos seguidores y el respeto de todos”.

Luis IX hizo oídos sordos a las quejas de Blanca de Castilla y preparó la cruzada con gran método, incluso mandó a construir un puerto desde donde embarcar, Aigues Mortes. El ejército se reunió en Chipre, donde pasó el invierno y es aquí donde entra al servicio del rey de Francia el Senescal de Champaña, Jean de Joinville, que era diez años más joven que Luis. La caballería, dispersa a lo largo de la isla, sufrió las inclemencias del invierno; las crónicas establecen que unos 240-260 caballeros murieron (aproximadamente una décima parte de la caballería). Desde la isla se movilizaron directamente contra Damieta, que ocuparon en unos pocos días.

Respecto del ejército de Luis IX se sabe que contaba con 2.500-2.800 caballeros y 5.000 ballesteros; el cálculo aproximado del total es: dos sargentos montados (apoyo) y cuatro soldados por cada caballero da un máximo aproximado de 25.000.Por los gastos de la expedición, calculan que no fue superior a 15.000 en total. En conclusión, sin contar a la marina, el ejército osciló entre 15-25 mil soldados (incluyendo los 2.500 caballeros).

Una tormenta rumbo a Damieta los dispersó, pero ni bien llegaron ocuparon el banco oeste del Nilo y rechazaron al ejército comandado por nuestro viejo conocido de la cruzada de Federico: Fakhr ad-Din.

El rey, al ver ondear el estandarte de San Dionisio, en una suerte de ataque de “It’s my life”, seguramente pensó:“it´s now or never”, solamente falta escuchar los latidos del corazón del rey de Francia cuando salta del barco en la descripción de Joinville… El Senescal de Champaña, admirado, relata la escena magníficamente: el rey, con un espadón alemán y un yelmo dorado, avanzó con el agua a la altura de las axilas…

El ejército francés lo hizo magníficamente bien; desmontados, rechazaron los ataques de la caballería sarracena y los defensores, rechazados y con impotencia, se retiraron de la ciudad; el sultán, al enterarse de que la abandonaron, mandó a ahorcar a 60 de los principales hombres de la guarnición de Damieta. Los francos, sin resistencia alguna, se instalaron en Damieta. Establecieron un obispado y le asignaron territorios. Incluso los venecianos, que al principio no quisieron participar por sus relaciones comerciales con Egipto, no pudieron negarse a aprovechar semejante oportunidad y también quisieron tomar parte.

Hay un punto de controversia por la “estrategia egipcia”. Desde la época de Ricardo Corazón de León, gracias al apoyo de las flotas cristianas, Egipto era el punto débil del imperio musulmán; la estrategia que se adoptaba era ponerles la espada sobre la cabeza, conquistar Damieta e intercambiarla por Jerusalén. San Luis rechazó los ofrecimientos egipcios a cambio de Jerusalén.

Peter Jackson, en su “Seventh Crusade”, establece que una de las pruebas de que Luis IX intentaba conquistar Egipto de modo permanente era que al establecer un obispado en Damieta y hacerle concesiones a perpetuidad demostraba asimismo su perpetua intención de quedarse en Egipto. Las acciones que tomó en Damieta no eran provisorias sino definitivas, como si en ningún momento tuviese que intercambiarla por Jerusalén.

No era tan descabellado el asunto, ya que varias expediciones en la época de Amalrico I y Balduino IV de Jerusalén apuntaron a conquistar Egipto.

En la estancia en Damieta, Joinville nos cuenta apenado, avergonzado, los excesos de ciertos caballeros franceses en la ciudad por su moral relajada, amigos de la vida y mujeres fáciles. El rey, en lo militar, tuvo que prohibir cualquier acción individual, ya que con gran facilidad caían prisioneros en grupos aislados; el sultán, aderezando la batalla, puso precio a cada cabeza franca. Este punto es un tanto ambiguo, Joinville, en sus memorias, refleja el precio “literal” por cada cabeza; mientras que los cronistas musulmanes anotan los prisioneros que arribaban, día tras día, a El Cairo. Lo más seguro es que la “modalidad” de “precio por cabeza” fuese tanto vivos como muertos. También aclara que se estableció la obligación de hacer las rondas nocturnas a pie y no a caballo; la razón más obvia es que, estando de pie, no podían quedarse dormidos.

Avanzaron hasta Mansourah, fortaleza llamada “la victoriosa”, erigida para conmemorar la victoria de Al-Khamil sobre los cruzados. Cortándoles el paso, cruzando el río, se encontraba Fakhr ad-Din. Un beduino, por quinientas monedas de oro, les mostró un lugar por dónde vadear el río. Y Roberto de Artois, el hermano del rey, que comandaba la vanguardia, impulsivamente, cargó directamente sin esperar a los otros batallones.

Maniobra temeraria si las hay, tuvo éxito porque la sorpresa sobre el enemigo fue total y destruyeron el campamento del generalísimo musulmán que perdió su vida en un encontronazo con los templarios.

Hay un viejo adagio de guerra que dice: un buen general sabe no abusar de su victoria. Roberto de Artois, claramente, careció de aquella prudencia. Le llegaron enviados de parte del rey, debía esperar al resto del ejército… Roberto los desoyó y tachó de cobardes a los templarios por no querer acompañarlo. ¡Para qué! El comandante de los templarios le aclaró: “ni usted ni yo volveremos”. Dicho y hecho, entraron en la ciudad fortificada, Mansourah, e intentaron de hacerse de la plaza.

Pero tuvieron dos problemas: el primero era la hostilidad de toda una ciudad; el segundo, el surgimiento de Baibars, quien luego será el gran sultán mameluco, que reagrupó al ejército egipcio y tomó la ofensiva.

Sencillamente destruyeron la vanguardia, ciertamente fueron muy pocos los que sobrevivieron. Muchas veces se sobredimensiona el desastre de la muerte de Roberto, digo “sobredimensiona” porque no es que era el fin de la cruzada. En verdad significaba perder un valioso batallón e, inmediatamente, dejar al ejército a ciegas por no tener vanguardia.

El ejército francés, una vez más, volvió a defenderse magníficamente bien. Al rey se lo vio combatiendo en la primera línea de batalla, como si fuese el mismísimo Ricardo de Inglaterra. Joinville admite que de no haber sido por el liderazgo del rey habrían estado perdidos. La narración de la batalla por el campamento (del difunto generalísimo sarraceno) por parte de Joinville es completa, vívida y desciende hasta los detalles más ínfimos. Explica cómo se queda sin escudo, cómo eran acribillados por dardos y flechas, cómo tiene que tomar la defensa de un sarraceno caído para protegerse de los impresionantes números de rivales enemigos. Y lo más importante: los franceses, teniendo todo para perder, mantienen el terreno.

Terminó muy herido Joinville, y enfermó a causa de esas heridas. Aun así, el notable Senescal de Champaña (nacido en 1224), joven y a mitad de siglo, vivirá para ver el siguiente siglo (muere en 1317, ¡a la avanzada edad de 93 años!).

El asedio de Mansourah no sale mal hasta que la flota comienza a ser ineficiente, se deja de proveer al ejército y la enfermedad comienza a hacer estragos entre las filas del rey de Francia.

De cómo se perdió la flota no se comprende fácilmente si falta el mapa que explica lo siguiente: el sultán mandó a construir una flota y transportarla (desmantelada) a lomo de camellos por el desierto, luego los colocaron en un canal paralelo al Nilo que desemboca en el río y, tomándolos desprevenidos (por la espalda) a los marineros franceses. El nombre del canal es: Bahr al-Mahalla.

Perdida la flota, se retiran; lo que restaba de la flota, llena de prisioneros que no se podían mover (entre ellos estaba Joinville) se apoyaba con el ejército; de ese modo, ninguno de los dos cuerpos estaba a merced de un ataque por su flanco.Será en la retirada donde, rodeados, los toman prisioneros.

Le piden a Luis IX que se salve y deje al ejército atrás; como buen precursor de “La Caída del Halcón Negro”, insiste en quedarse en la retaguardia para “no dejar a nadie atrás” .Incluso las tuvo tiesas con Carlos de Anjou por ese asunto, a quien Luis le dijo: “si tanto te retraso, dejame atrás”. En la enconada defensa del rey cayó un valiente y notable caballero: Gualterio de Chatillon, que tres veces fue a atacar a los enemigos y luego se supo el tácito epílogo de este caballero al ver a un turco montado en su caballo con la grupa cubierta de sangre.

Una vez que el rey cae prisionero, los mamelucos se rebelan contra el sultán Turán-Shah y en un acto supremo de “control de calidad gubernamental”, al mejor estilo mameluco, lo asesinan a sangre fría. Joinville cuenta lo difícil que es aquel momento porque habían masacrado a varios prisioneros y el rey, sencillamente, no se dejó intimidar. Por su parte Joinville cuenta cómo un sarraceno le pregunta si conoce a Federico II y el Senescal de Champaña, mintiéndole a su enemigo como un degenerado (vale aclarar que en la guerra la moral y ética se relaja notablemente, pero siguen existiendo ciertas pautas básicas), afirma que es “primo del emperador” (!).

Cualquiera que conozca la simpleza del Senescal de Champaña no puede menos que reír al escucharlo emparentado con el señor de Alemania, Sicilia y el reino de Arlés. Su guardián musulmán afirma que por el mero hecho de ser primo lo apreciaba mucho; y Joinville, gracias a esa mentira, salvó su cabeza.

Luego llegaron las negociaciones; la gran dignidad del rey a la hora de negociar, como cautivo y líder, admiró en demasía a los oficiales mamelucos, quienes pensaron en nombrarlo sultán. Pero uno de ellos puso de relieve un detalle pequeñito, pequeñito: ¡No es musulmán!

El rey prohibió las negociaciones individuales de los grandes señores, aclarando que él se encargaría de liberarlos a todos, fuesen del rango que fuesen.

Una vez libre, el rey francés pasará otros cuatro años en Tierra Santa, memorables, que lo convertirán en un verdadero personaje de las cruzadas.

Cuando regresó a Europa, era otro hombre  y en el fondo, como todo buen cruzado, solamente pensaba en las cruzadas.

Retomará la cruz y acordará ir a Túnez con Carlos de Anjou, ambos se necesitaban; Luis necesitaba las tropas de Carlos y el nuevo rey de Sicilia la idea de “guerra santa” para retomar las ventajas que tenían los reyes sicilianos sobre Túnez. Algunos dicen que la supuesta intención de convertirse de parte del rey de Túnez era una estrategia de Baibars para deshacerse de tan peligroso rival. Es bueno recordar que durante el gobierno de los Hauteville, especialmente el de Roger II, la corona siciliana, y Carlos de Anjou era el nuevo rey, el norte de África estaba bajo la influencia normanda. Probablemente el ambicioso hermano del rey quería retornar esa vieja hegemonía mediterránea normanda sobre el norte de África y, como los viejos capetos, buscaba sacarle provecho personal a la cruzada.

Luis murió en esa expedición y Carlos de Anjou, doce años después, verá desbaratados sus planes con las “Vísperas Sicilianas”; el hermano de Luis IX volvió por los viejos caminos de sus antecesores. Puede decirse, respecto de estos dos hermanos: you either die hero (Louis IX), or you live long enough to see yourself become the villain (Charles of Anjou).



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